Dicen los que entienden de la magia de los colores que quienes sentimos inclinación por el violeta tenemos tendencia a andar con la cabeza en las nubes. Es algo que tengo totalmente asumido, y no es nada malo siempre que sepas cómo volver luego al suelo sin partirte la crisma.
Me parece que debería comprarme un casco. Mis aterrizajes suelen ser bastante bruscos, y todo porque me dejo llevar por quienes gustan de volar alto y no se preocupan de si me puse paracaídas. No les culpo; en realidad la culpa es solo mía por consentir sin pensar en la Ley de la Gravedad.
Lo malo es que a todo se acostumbra uno y cada vez los golpes duelen menos. Terminas haciéndote insensible al dolor, o aprendes a ignorarlo. No sé… eso no es bueno. El dolor avisa de que algo no va bien, y si se hace cada vez más soportable al final terminas por no buscar remedio y centrarte en la ascensión sin tener en cuenta lo que viene después.
Por eso quizá aún sigo volando y esperando el último impacto, el que acabe definitivamente con mis ganas de andar por los aires. Estoy suspendida como un globo escapado de las manos de un niño, moviéndome aleatoriamente a merced de las corrientes de aire. Lo más seguro es que me acabe deshinchando y termine colgada de cualquier antena. La verdad, casi prefiero el batacazo.
Lo único que espero es que nadie quiera seguirme cuando me precipite al vacío.