sábado, 26 de noviembre de 2011

Las pequeñas cosas

A veces son las que más se echan de menos. 
Por eso me gustaría llenar mi vida de ellas.



Para E.
Gracias por regalarme canciones de colores
:) 

sábado, 12 de noviembre de 2011

Estadea

Sé que no me queda mucho tiempo. Me encuentro cada vez más cansado y mi rostro es casi el de un cadáver. Tengo el frío calado hasta el tuétano, aunque mantienen la habitación excesivamente caldeada. Mi cuerpo está consumido, reducido a un saco de piel y huesos, y hasta levantar los párpados me supone un proceso demasiado trabajoso. Los médicos no aciertan con el diagnóstico y me reiría en sus doctas caras si aún me quedasen humor y fuerzas, porque nunca darán con el origen del mal que me aqueja. De todas formas ya es demasiado tarde.

Ahora  soy consciente de la verdadera magnitud del estigma que pesa sobre mí por culpa de un cura que me ungió con los santos óleos de la extremaunción el día de mi bautizo. ¡Maldito! ¡Maldito sea una y mil veces! Confesó el error a mi madre después de la ceremonia y ella guardó el secreto celosamente hasta hace pocos días, confiando en que las viejas leyendas hubiesen muerto con los nuevos tiempos. Pero al verme en mi actual estado, y a raíz de mi empeoramiento, me lo reveló entre lágrimas. Solo ella ha sido capaz de creer mis aparentes desvaríos, porque sus raíces están hundidas profundamente en esta tierra.

Hace un mes me habría reído. Siempre fui una persona racional, poco dada a imaginaciones y a cuentos de viejas. Ahora maldita la gracia que me hace. Ahora sé dónde voy cada noche mientras mi cuerpo se sume en una angustiosa duermevela. Lo atisbo entre sueños, mientras mi espíritu vaga por los caminos presidiendo la fantasmagórica comitiva.


***

Yo era un hombre relativamente feliz. Procedo de una familia de clase media-alta y nunca tuve que preocuparme por nada más allá de terminar mi carrera de Bibliotecario. Y la fortuna pareció sonreírme una vez más cuando conseguí la plaza en la Biblioteca Municipal del pequeño pueblo donde nací. Nunca me han gustado las grandes ciudades. Me asfixian los monstruosos edificios y el asfalto me lastra como si quisiese absorberme y fundirme con él. Añoraba los bosques que rodean mi pequeño pueblo, y el cruceiro justo en la intersección de las dos calles principales, donde me sentaba de pequeño en las noches de verano a contar cuentos de miedo con mis amigos.

Ojalá hubiese podido llegar a él cuando les vi, pero me salieron al encuentro cuando bordeaba la tapia del antiguo cementerio después de un paseo que se alargó demasiado.

Iba a un ritmo tranquilo, disfrutando de la luz del crepúsculo y de la aparición de las estrellas que poco a poco llenarían el cielo. La luna asomaba majestuosa inundando de luz el sendero, y el aire no era demasiado frío a pesar de estar bastante avanzado el otoño. Era uno de esos momentos perfectos que te regala la vida, y no estaba dispuesto a dejar de apreciarlo en toda su grandeza. Me paré en la linde del camino y me dispuse a llenar todos mis sentidos de aquella maravilla. Y entonces, mientras permanecía con los ojos cerrados, un silencio opresivo se abatió sobre mí.

Estuve así unos segundos, resistiéndome a desgajarme de mi momentáneo éxtasis. Traté de concentrarme para escuchar los sonidos del bosque cercano. La brisa susurrando entre las hojas de los árboles, los grillos, la lechuza que ululaba hasta hace un instante…Y de pronto se hizo el silencio. Me extrañé y agucé el oído, pero era incapaz de oír nada aparte de mi respiración. Era como si me hubiesen encerrado en el más absoluto vacío, pues la brisa también se paró y quedó todo sumido en una inquietante calma.

Desconcertado, abrí los ojos y miré a mi alrededor. Sentí como un tirón hacia fuera desde el centro de mi pecho, como si me arrancasen el corazón de cuajo, y en ese momento perdí el control de mi cuerpo. Me quedé allí, petrificado, con una sensación de angustia que aumentó cuando empecé a percibir en el límite de lo audible el toque a difuntos de una campana cuyo sonido no reconocía. No era la de la iglesia, ni la de la ermita del cementerio ahora medio en ruinas. Venía de lejos y de todas partes a la vez, y cada tañido era una oleada de profunda soledad que me inundaba hasta ahogarme la voluntad.

Por primera vez en mi vida supe lo que era el miedo. Noté que se me erizaba el vello y al mismo tiempo noté algo inusual en mi frente: una gran quemazón que adiviné en forma de cruz. Desde ese punto incandescente empezó a gotearme lo que al principio identifiqué como sudor, pero al ir resbalando por mi piel me di cuenta de que era algo más denso, más parecido al aceite.

Ahora sé qué era.

Mi madre, mi pobre madre… ¿Cuánto habrá sufrido durante todos estos años?

Un perro aulló a lo lejos. Después escuché los pasos. Los oía aproximarse sendero abajo al tiempo que se levantaba un aire húmedo, azotándome el rostro e inundándome las fosas nasales con un nauseabundo olor a cripta y a cera de vela. Mi terror aumentó cuando me di cuenta de que las copas de unos árboles cercanos estaban totalmente inmóviles, a pesar de que mi cabello y mi abrigo revoloteaban a causa de aquel viento ominoso.

De repente se hizo la calma y les vi avanzando por el sendero.

Eran seis, dispuestos en dos filas. Cada uno llevaba un cirio encendido. Un séptimo presidía la procesión sujetando una cruz en su mano derecha y un caldero en su mano izquierda. Siete figuras envueltas en sudarios blancos, atraídas por mí como por un faro que rompe la niebla. Imparables en su lento y cadencioso avance, conocedoras de mi absoluta indefensión. La indefensión del que “ve” y no sabe protegerse. Cuando llegaron frente a mí se detuvieron.

El séptimo me tendió la cruz…

… y la cogí.

***

Los vecinos me encontraron al día siguiente, tendido en medio del camino e inconsciente. He pasado por multitud de pruebas y análisis médicos. Yo les dejo hacer, a mi familia parece tranquilizarle el hecho de que me pinchen cada dos por tres. Casi me divierte el desconcierto de los doctores. Pero, como dije antes, apenas tengo fuerzas ya para esbozar una sonrisa.

Mi madre es la única que sabe de mi destino cuando cierre los ojos del cuerpo por última vez.  Creo adivinar sus intenciones, porque últimamente se está dedicando a atar cabos sueltos. Sería inútil pedirle que renuncie porque yo haría lo mismo por ella.

Dentro de un par de horas, cuando se ponga el sol, me dará el último beso después de haber despedido a todo el cortejo de buitres que anda por aquí. Pero no será la última vez que nos veamos.

La última vez será mañana por la noche, al lado del viejo cementerio.

martes, 1 de noviembre de 2011

La Paciencia y la Curiosidad

"La Paciencia nunca quiere que la Curiosidad entre en casa, porque la Curiosidad es una invitada horrible. Utiliza todo lo tuyo, pero no tiene cuidado con lo más frágil o irremplazable. Si te destroza, se encoge de hombros y sigue adelante. La Curiosidad trae a menudo y sin preguntar algunos amigos sospechosos: la Duda, los Celos, la Codicia. Juntos se apoderan de todo, cambian de sitio los muebles en todas tus habitaciones para estar cómodos. Hablan lenguas extrañas, pero ni siquiera intentan traducírtelas. Cocinan comidas raras en tu corazón que dejan sabores y olores extraños. Cuando por fin se van, ¿te sientes feliz o desdichado? A la Paciencia siempre le toca barrer la casa después."

Comienzo del libro "Manzanas blancas", de Jonathan Carroll